Por Nibaldo Calvo Buides
Con ellos hice muchas travesuras
de chamacos. Tocar puertas de las casas
y salir corriendo, lanzar piedras a casas, apagar la
luz del salón donde se realizaba la reunión de padres en mi escuela primaria, y
otras travesuras parecidas.
Pero un día, se apareció en mi
casa un hombre en una motocicleta. Con carpeta y papeles en manos tocó a la
puerta y preguntó por mi mamá. Se trataba de Barrerita, así le decían,
y era el encargado del Departamento de Reeducación de Menores, perteneciente a
la Policía de mi Jagüey Grande natal, allá en la provincia de Matanzas, Cuba.
Barrerita comenzó a llenar
datos en algunas planillas y le dijo a mi mamá que me había incluido en
la lista para enviarme en el próximo curso escolar al Centro Provincial de Reeducación de Menores;
pero que si mi conducta mejoraba no lo haría.
Barrerita nunca se centró en el
origen de mi mala conducta. Ignoró los problemas familiares que enfrentábamos.
Mi mamá, madre soltera en aquel entonces, con 6
hijos y un salario que le imposibilitaba darnos un nivel de vida
decoroso. Además, padecía de ataque epiléptico, y frecuentemente le daba crisis
y terminaba hospitalizada. Barrerita fue directo a mí, yo era su finalidad. Nunca
se enfocó en indagar la raíz del problema.
Después
de aquel pasaje tuve la dicha de conocer
el ajedrez, y a partir de entonces en mis tiempos libres me enfocaba a quedarme
en mi casa estudiando ajedrez de manera autodidacta, en vez de estar con las malas
junteras. Me entró el bichito del ajedrez, yo desayunaba, almorzaba y comía
ajedrez.
Luego en la adolescencia mi hermano
gemelo Arnaldo y yo conocimos al Gran José
Veulens, un gran amigo ajedrecista quien se convirtió en nuestro
Maestro, en nuestro Guía. Aprendimos con Veulens que el ajedrez forja el carácter,
nos inyecta de optimismo, nos ayuda a
ser personas de bien.
Crecí. Maduré. Y hoy, mediante
el ajedrez, pongo mi granito de arena para salvar a niños y jóvenes, porque el
ajedrez lo hizo por mí.
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